domingo, 21 de diciembre de 2014

Que el enfermo era yo

Hubo un día cerca de mi enferma juventud que me prometí a mí mismo no pisar un hospital en voluntad de vida hasta que cumpliera los suficientes años como para no ser consciente de que estaba dentro. Mentí.
Hubo un día que las semanas cumplían meses y yo, atónito, me refugiaba en el trabajo como si fuera a darme larga vida. Me mentía.

Hubo un día que dí un golpe encima de la mesa y decidí curarme en salud ante tantas injusticias fruto del azar. Me sentía realmente vivo, realmente sano. Creía tener la verdad.
Hubo un día que me presenté voluntario para curar heridas del aburrimiento. Hubo un día que quise ser niño, porque adulto no me dejaban. Ni yo quería.
Relajé el músculo de la mejilla izquierda por primera vez para no recibir una torta a modo de futuro. En otras palabras, no lloré. En otro eufemismo, enseñé los dientes para hacer el bien. Les sonreí.
Descubrí un sin fin de almas aniñadas con bata “celeste hospital” correteando por los pasillos de una cárcel médica. Conté 20.000 goteros sujetados por unas manos más finas que las tuyas y las mías, y descubrí los ojos tristones de una madre haciéndose la fuerte delante de su hijo. Se mentía.
Hablé tonterías con gente más lista que el hambre, y jugué con ellos a hacer magia dentro de un castillo sin princesas ni príncipes. Y ellos tan contentos.
Hicimos carreras de sillas de ruedas y llamamos al de la bata blanca cuando algo no iba bien. A los martes les llamé hospital y el hospital me llamaba a mí los martes.
Y todos esos días me hacían ver lo mismo.
Que ellos son los sanos.
Que el enfermo era yo.

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