Nos quedó claro que ni todo beso besa, ni todas las mentiras fueron tan verdad. Tampoco quiero que te vayas de aquí pensando que hemos venido a describirnos el desamor que nos dejaron con una botella de champán abierta y unas medias negras tiradas a los pies de una cama de hotel. Porque al amor hay que ir a comernos más allá de las ganas. Más allá de los pecados. Hay que rezarle a un Dios que no profesa religión y donde la única fe es táctil, a la piel que erizas cada vez que besas. Porque donde no hay fe, no hay amor; porque donde no hay repeluco, no hay intención. Hay que creérselo, hay que hacerle más allá que el amor.
Y ojo, que no todo amor es amor. Que ya a cualquiera vestido de nadie le cedemos un trocito de nuestra dignidad. Con todo el derecho a pisotearla en cualquier momento. Bajo el miedo de que el gosthing te lo van a hacer a ti, aunque le llames todos los días bajo su pseudonombre, aquel que le sacaba una sonrisa en aquellas videollamadas donde la hacías protagonista de un cuento, de un blog, de un libro, que hablaba como poco a poco se iba enamorando de la atención, de la historia, del juego de hacernos el amor sin desnudarse.
Por eso el amor es incertidumbre, romper las reglas de un azar que caóticamente caes en buscas de unos labios nuevos, a hacer el amor como nunca, a quererse como nadie. A escribir en folio en blanco, bajo toda esa marabunta de capítulos que arrugados te dejan un punto de partida al que no quisieras volver jamás. Como Alicia sin maravillas, con reina pero sin corazones.
Por eso vuelves a leerme. Porque estás enganchada a un amor que nunca supo ponerse nombre.
Que nunca supo escribirte lo que querías leer. Aunque todos los días te lo escribiera. Bajo unos lunares de alguna que otra piel. Aunque lo borrase justo al acabar en aquella conversación de Whatsapp que dejaste de escribir allá por primavera.
El amor no tiene memoria.
O se nos ha olvidado querer...