Aquí estoy, escribiéndole delante de sus narices y ella sin saberlo. Aquí andamos, los dos a escasos centímetros de tocarnos y sabiendo a la vez que nunca lo haremos.
Aquí está de nuevo mi chica del autobús número cinco, volviendo sin querer a un lugar que nunca creerá haber estado jamás. En estos renglones torcidos de un tonto enamorado de la línea que abarca entre comisura y comisura de cachete. Es protagonista sin saber de la mayor historia jamás contada en un autobús, y ella sin inmutarse.
Mira a su izquierda por la ventana, buscando cualquier excusa para no toparse con mis ojos. La calle se reflejaba tan bien como su reflejo. Era la imagen tan fiel y fidedigna que podía perfectamente contarle de uno en uno sus dientes blancos y perfectos.
Y me encanta lo misteriosa que es. No nos conocemos y aunque me encantaría, no va a haber pretensión ni valentía. Ella si quedará aquí reflejada como la chica que es pero yo nunca fui, ni seré.
Su destino parece prefijado a no encontrarme. Su mirada se fijó ahora en el abrigo azul marino que tanto conjuntaba con su cabello rubio. Ya se dispone a salir al frío. Ya se baja del autobús.
Yo me quedo. Ya solo. Sin mi chica del autobús número cinco. Ella me mira y sonríe.
Miro por la ventana para verle sus últimos segundos de existencia en mi retina pero me sorprende otra cosa antes: El texto que ando escribiendo se refleja fielmente en el cristal.
Aquí estoy, escribiéndole delante de sus narices. ¿Y ella? Y ella sabiéndolo...
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