
Al menos no para el niño impaciente por empezar que se sentaba enfrente de mí. Joan no me llegaba a la cintura de alto. No llevaba bata de hospital. Iba vestido con un chaleco azul a juego con unos pantalones largos de pana. Era delgado con la cara fina y pequeña y no paraba quieto. Se le veía nervioso, quizás por la magnitud que provoca en esos chicos esa sala, o quizás porque tanto tiempo en la habitación había hecho mella en su ansiedad de niño de querer hacer algo. Ahora que podía, lo demostraba con su inquietud y su impaciencia por empezar.
Tiramos una lona grande al suelo. En ella un tablero de la Oca nos saltaba a los ojos con chillones colores e imágenes infantiles de distintos personajes animados. Las reglas eran fáciles a pesar de ser el juego de la Oca más difícil al que me he enfrentado.
La primera era que Joan siempre empezaba tirando. Daba igual que fuera un color u otro, o que se unieran más compañeros al tablero. Daba igual. Joan siempre empezaba. La segunda regla era que no había que echar cuenta a ninguna regla oficial del juego. Da igual como se jugase fuera del hospital, allí andaba Joan. Tercera, como consecuencia de la segunda, Joan te podía mandar a la cárcel, volver a empezar o saltar casillas o retroceder según sus intereses generales del juego que sólo él tenía en su mente de niño. Cuarta; dejarse llevar. Tú limítate a tirar los dados. Ya Joan dirá.
Descubrí, allí tirado en el suelo, junto a Joan, que lo importante no era ganar. Que daba igual cinco que dos. Que no importaba el orden. Descubrí algo de Joan. Era sólo un niño que quería jugar. Y no sólo jugar.
Cuando su padre llegó a recogerlo él solo quería que su padre estuviera orgulloso de él:
- A éste -señalándome a mí- le he ganado tres veces.
El padre me miró y sonrió. Joan no cabía en su cuerpo. Era el campeón mundial del juego de la oca más difícil del mundo mundial sin saber que yo había ganado tanto o más que él cuando se fue.
Había perdido tres partidas. Pero había ganado un amigo.
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