sábado, 20 de julio de 2019

El teorema que llevaba tu nombre

A mí me lo enuncias. Pero que no suele a plástico, ni se quede todo en un corolario de quita y pon. A mí me lo marcas, y que se quede tatuado en mi piel, como después de un bocado, como la habitación por la mañana de un hotel. Salvaje, a mí me lo pruebas salvajemente y que sea lo que Dios quiera, que tenga lo que tenga que pasar.

A mí me lo demuestras. Pero a golpe de tacón, a doble clic en el corazoncito, a pulso. Con la rapidez de unos cuernos, con la codicia de quererse más, con toda la mala intención de quedarse para siempre. Con todo lo que eso conlleva, quiero una demostración de las de verdad. De las que cuando se escriba, se quede como teorema, con estas mil aplicaciones en sábanas que le íbamos a sacar entre mi boca y tus muslos.

Teorema: Que dado un momentito mayor que cero, con unicidad y pretensión, existes entre cualquier decepción e ilusión. Dados tres besos en el conjunto de todos los voy a olvidarte, para toda comisura, existe un único punto de no retorno tal que mi cordura tiende a cero.

Demostración: Y entonces recuerdo el sofá, el café, mi camiseta, que te quedaba grande y usaste de pijama, tus piernas respirando luz del día, el otoño lejos, tu boca cerca, tus ojos mirándome, mi ropa en el suelo, tu bocado marcado en mi cuello. Dolor que no duele, porque en ese momento, sin lugar a dudas, positivo; la unicidad bebía café por la resaca. Tus pretensiones quemaban a fuego mis ojos, que ya no recordaban otro escenario donde la ilusión se escapaba por el balcón cada noche en busca de otra decepción.

Y fueron tres besos, uno al borde de la cintura, con alevosía dejó un rastro de pretensión, otro en el pecho, subiendo lo inevitable, el último a los labios que venían pidiendo clemencia de mentira, a la vez que pedían un poquito más de condena.

Y me mirabas controlando toda la escena. Como si la hubieras ensayado mil veces delante del espejo. Que de ahí no salía nadie sin pecado. Y tu atrevimiento acabó con todo beso y toda verdad. Al carajo el juegecito juvenil de los catorce años, y de ahí que tu boca se declarara dueña y señora de la patria y potestad de todo mi cuerpo. Amor que se consumió como la cuerda de una vela añeja, lenta, quemaba con toda la intención.

Mi comisura saqueada, tus dientes rompiendo los muros de mis inseguridades, el amor era un campo de batalla donde tu locura portaba el estandarte ganador. Ya no quiero que me lo demuestres recé sin miedo de volverte a perder e hicimos el amor.

Mi cordura rozó los límites de la habitación; al suelo, como la ropa, como la vergüenza, como tu precaución a leerse ésto más de la cuenta. 

Como nos queríamos demostrar. ⬛

Y que todo teorema es para siempre. 

Que todo teorema llevaba tu nombre.

O al menos eso me dijiste antes de empezar.

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