
Se sentó muy lejos. Evitando cualquier mirada, negando cualquier palabra. De vez en cuando se apartaba su pelo. Pelo liso y castaño del que tanto he hablado y que recorría su cuello hasta sus finos y delgados hombros, donde ahí posaba, casi todo su encanto, casi todo su misterio.
Me dejó mirarla de perfil. Sobresaliendo unas pestañas largas y negras cuidadas de rimel que la hacían más niña, más guapa, más de otro verso. Yo la volvía a buscar, ella evitaba las miradas. Quizás por desconocimiento, quizás por heridas de entreguerra en cualquier otra batalla de besos. El caso es que me hizo olvidar el tiempo, el lugar. Ya no recuerdo ni la obra, la arena del anfiteatro, ni el momento.
Yo ya sabía de sus ojos, pero me quedé tan embelesado en mirarlos aquel diecinueve de mayo que olvidé sus detalles en ese momento. Y al estar ahí, arriba, mirándola de perfil, sus delgadas líneas negras me parpadeaban el corazón, haciendo casi al unísono mi latido a su parpadeo.
Cuando la vi levantarse e irse, la sigué con la mirada. Pero tras el barullo de gente, aplausos y su vestido negro a juego con el moreno de su verano, se fue toda mirada, toda posibilidad, y todo encuentro.
Menos mal que me queda su recuerdo de otoño, de su bolso, de su pelo. O esa ilusión que me dice que, en los momentos en los que yo no miraba, su iris color marrón se confundía con sus pestañas, mirándome por el rabillo del ojo.
Maldita sea, destino,
Que siempre que ella me deja marchar.
Yo siempre le escribo un cuento.
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