Algún día, pensé, tendré que romper la pluma. Marchar de este lugar y alejarme de cualquier atisbo de querer por escrito, de sentir mientras la imaginación fluía por los pensamientos. Imaginé que no todo dura para siempre y me hice a la idea, o más bien, me mal-enseñaron a que todo tiene un final.
Nunca he creído en cantos de sirena y siempre que unos labios bonitos venían rogando cariño, yo iba y le daba el doble de distancia, el triple de desconfianza, el cuádruple de excusas y un infinito de letras por miedo a hablar.
No supe bien como llegué a esta isla, atraqué, después de mil motines en alta mar, de infidelidades rotas como las velas de mi barco, de mentiras como tripulación y ahí estaba, de pelo rojizo y suave piel, hablándome en otro idioma. Me escribía, sin ser poesía, con ganas. Con el mismo brillo en los ojos que yo fui perdiendo en cada atardecer de anteriores veranos.
No su insistencia, pero sí su querer estar, sus labios, su historia, y sobre todo, su verdad, me cautivaron nada más llegar. Me escribía cartas cada día que yo respondía con misivas de ida y vuelta y conforme su perfume se colaba en mi habitación, más quería de ella.
Se me olvidó lo de romper la pluma, la de miles de naufragios en otras aventuras, su idioma no era el mío, pero no me importaba, sabía que, sin ser la misma lengua, era todo lo que queríamos escuchar. Daba igual inglés que álgebra, verbos irregulares o ecuaciones de Laplace. Entonces cogimos rumbo a la mar. Y allí con viento en contra y alguna ruta sosegada, aprendo su idioma cuando echamos el ancla en cualquier puerto a descansar.
Mi brújula, mi norte, mi horizonte. Mi amiga, mi pareja. Que me vuelve a poner la pluma en la mano, para que le escriba en mi idioma. Mientras ella, que quiere leerme, va y me lee. Como obsequio de cumpleaños, de vida, de querer querer.
Me consume como si fuera su chocolate de las Indias, el tabaco de América, la seda de Asia, una nueva ilusión, un nuevo regalo, y me pide:
Amor, algún abrazo acompañado de besos y un café. Otro idioma que nunca me enseñaron. Que nunca tuve tan cerca. Del que nunca sé muy bien como escribir.
Del que, si no supiera que lo estoy viviendo, pensaría que estaría en otra historia de ficción inventada por mi imaginación incauta y no, por el realismo de sus besos, de sus caricias, de cualquiera de sus cabellos rozando mi pecho.
Me falta tiempo para escribirle y me sobran palabras para dedicarle un texto. Nunca me ha vendido un final, ni me invitó a un principio, y desde que navegamos por el océano, desconozco su misión, ni su punto en el mapa. No sé donde tiene la equis que marca su tesoro, y empiezo a sospechar, que buscamos lo mismo y no es dinero ni plata.
Quizás la compañía era otro idioma que nunca supieron bien expresárnosla. El amor es un diccionario desordenado que nunca acaba. A veces, te encuentras con palabras bonitas.
Otras, te encuentras a ella.
Y en la vida pirata, quien encuentra un tesoro, si lo cuidas, se lo queda.
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